No parece haber duda sobre el origen de la especie del ‘Gallus domesticus’ (que es el nombre científico de la gallina y el gallo), así como se desarrolló su expansión y domesticación por el resto del mundo; todos los estudiosos (genetistas, agrónomos, arqueólogos, etc.) coinciden en situar su primer hábitat en una zona comprendida entre el Sudeste asiático, la India oriental y las estribaciones de la cordillera del Himalaya, lugar donde, por cierto, aún hoy puede encontrarse en estado salvaje. Salvo algún tipo de gallina exótica, como puede ser la de Guinea o el urogallo, todas las que conocemos y utilizamos para nuestra alimentación proceden de la misma especie.
Como muy bien apuntan los ingenieros agrónomos José Ignacio Cubero y Pedro Sáez la gallina debió pasar a Europa, bien como consecuencia de las grandes migraciones de los pueblos indoeuropeos hace cuatro mil años o bien a través de Mesopotamia. Esta segunda hipótesis se sustenta en argumentos lingüísticos que parecen probar la existencia de estos animales en Sumer hacia el 2500 a.C., así como las sabidas conexiones entre las civilizaciones del Indo y las del Tigris y el Eúfrates desde la más remota antigüedad, aunque no se pueda demostrar de forma contundente con datos arqueológicos.
Egipto, los primeros avicultores
Existe documentación precisa sobre las primeras gallinas en Egipto, en tiempos de Tutmosis III (entre el 1500 y el 1450 a.C.), las cuales formaban parte de un tributo de un pueblo asiático, así mismo se sabe que también eran conocidas en Creta en esas fechas, aunque no se introdujo en la dieta del pueblo hasta finales de la época romana; hasta entonces el Nilo proveía de aves a los egipcios y así la oca, pato, codornices, pichones e incluso pelícanos representaban gran parte de la dieta cárnica. Las ocas y los patos, desplumados se conservaban en grasa o en sal en grandes recipientes.
Fueron los egipcios los primeros en occidente que se dedicaron a la cría de este animal, pasando más tarde al mundo greco-latino. En España los primeros restos hallados pertenecen al siglo VII a.C. y se encuentran en las colonias fenicia de la costa de Malaca (la actual Málaga en España), de hecho los fenicios occidentales en sus estelas votivas del norte de África, en concreto en Túnez, representaron animales de corral, como pollos, palomas y conejo. El consumo de huevos era importante, uno de los ingredientes de la puls punica (plato netamente fenicio y cartaginés compuesto por harina, miel, queso fresco, huevo y agua), como demuestran las cáscaras descubiertas en las tumbas.
A diferencia de sus parientes europeos, el urogallo y el gallo lira, esta nueva especie era más dócil dada su escasa o nula capacidad para el vuelo y por consiguiente de asilvestramiento, que lo hacía totalmente dependiente del ser humano, el cual alejaba a sus depredadores. Esta simbiosis extraña de ser defendido para después ser comido por su protector hizo que fuera fácilmente aceptado en todo el continente Europeo, convirtiéndose incluso en animal emblemático para los celtas, llegando a tener una connotación religiosa como animal de ofrenda y de adivinación, independientemente de ser un alimento excelente, no ya sólo por su carne, sino, también, por sus huevos.
Es difícil que no aparezca la gallina en algún tratado de la antigüedad, lo que nos da idea de su importancia dentro de la alimentación; he encontrado referencias y recomendaciones para su cría en Eliano, Plinio, Columela, Opiano y Baso, sólo por citar algunos de los más importantes, de los cuales haré referencias lo más breves posible.
En Grecia, Hipócrates (siglo V a.C.) habla de los animales consumidos en Grecia, donde encontramos a los bóvidos, cochinos, ovejas e incluso el perro, todos consumidos en los sacrificios. En tiempos normales se añade a esta dieta de carne el jabalí, ciervo, liebre, zorro y erizos, entre las aves la paloma torcaz, perdiz, pichón, gallo, tórtola, oca y el pato que era el más preciado.
Los etruscos y sus granjas
Los etruscos, pueblo de la Toscana italiana, del que quiero hacer un monográfico, criaban gallinas en abundancia, especialmente por los huevos; de hecho existe un fragmento literario de Hecateo de Mileto que habla de las gallinas de Adria, que aunque pequeñas, eran de excelente calidad y buenas ponedoras; también aparece este animal en las escenas pintadas en las paredes de las tumbas, donde figura junto a otros animales domésticos, como son el pato, la oca, el perro o el gato y sus restos figuran entre los estudiados en la ciudad etrusca de Marzabotto, en la región del río Po en Bolonia.
Roma, un imperio de gallinas
En Roma las gallinas pertenecen a lo que denominaban ‘rebaño celeste’, nombre que lo mismo era aplicado a las aves, domésticas y salvajes; la gallina llena los corrales junto con ocas, pichones y pavos reales.
En las ‘Sátiras’ de Horacio, la llegada de un invitado a una hacienda romana hace que su dueño sacrifique un pollo, una gallina o un cabrito de su granja, rompiendo la frugalidad cotidiana en honor del recién llegado. Este festín doméstico es superior a las compras costosas y ostentosas que se realizan fuera de la hacienda.
Gayo Plinio Segundo (23-79 d.C.) nos dejó unas muy interesantes referencias sobre este animal, la primera de ellas es cuando dice que las gallinas, las palomas torcaces, los mirlos y las perdices se purgan todos los años con la hoja del laurel. La sorpresa salta cuando en su libro VIII, párrafo 152 nos dice que para que los perros no cojan la rabia lo mejor es darles de comer, en los meses de verano, excremento de gallina mezclado con la comida. En su libro X, 116 hace la observación, como naturista que era, de como estas aves de corral hacen un rito de purificación al encresparse y sacudir sus plumas cuando han puesto un huevo, girando sobre sí o bien, con una ramita, haciendo su propia lustración y la de los huevos. También en el mismo libro X hace una anotación importante sobre la cría y consumo de éste animal cuando dice: “Los habitantes de Delos fueron los primeros en cebar gallinas, de ahí proviene la funesta costumbre de comer aves gordas y untadas en su propia grasa. Esta prohibición la encuentro por primera vez en los antiguos reglamentos sobre banquetes, concretamente en la Ley del cónsul Cayo Fanio, promulgada once años antes de la Tercera Guerra Púnica (161 a.C.): que no se sirva ningún ave que no sea una sola gallina sin cebar. Trasformada después en una cláusula fue pasando a todas las leyes suntuarias” (1). Un poco más adelante, y hablando de forma general sobre las aves, cuenta lo siguiente: “En cambio, de los animales con alas, son menos fecundos los que tienen uñas ganchudas; el cernícalo es la única que pone más de cuatro huevos. Concedió la naturaleza esto al grupo de las aves: que fueran más fecundas las cobardes que las valientes. Ponen muchos huevos los avestruces, las gallinas y las perdices. El apareamiento de las aves se realiza de dos modos: la hembra tumbada en el suelo, como las gallinas, o en posición erecta, como las grullas”. Para continuar en otro párrafo contando: “Las gallinas se aparean y ponen en cualquier época, excepto en los meses de enero y febrero. Las más jóvenes más que las más viejas, pero huevos más pequeños; y también, en una misma puesta, son más pequeños los primeros y los últimos. Además, su fecundidad es tan grande que algunas ponen hasta sesenta huevos, unas una vez al día, otras, dos, otras, tantas que mueren de agotamiento. Las de Hadria (ciudad etrusca del norte de Italia) son las de más fama”.
Los huevos de los romanos y de los griegos
Gran observador de la naturaleza Plinio cuenta que todas las aves en los diez días después del apareamiento los huevos comienzan a formarse en el útero, pero si a la gallina se le maltrata o se le arranca una pluma tardan más.
Sobre los huevos hace una interesante descripción donde dice que todos ellos tienen en medio de la yema una especie de gotita de sangre, que se consideraba que era el corazón del nuevo pollo porque, según opinión general, ese órgano es el primero en formarse en cualquier ser vivo, para continuar diciendo: “Y desde luego en el huevo esta gota salta y palpita; el propio cuerpo del animal se forma a partir del líquido blanco del huevo; se alimenta de la yema; dentro del huevo tienen todos la cabeza más grande que el conjunto del cuerpo, los ojos cerrados y más grandes que la cabeza. A medida que el embrión se desarrolla, la parte blanca se desplaza hacia el centro, la amarilla se extiende alrededor”.
Describe Plinio el desarrollo del embrión hasta que nace diciendo que si a los veinte días se agita el huevo, se oye la voz del ser viviente que hay dentro del cascarón; indica que desde ese momento empluma y está colocado de tal modo que tiene la cabeza sobre la pata derecha, el ala derecha sobre la cabeza y el vítelo va desapareciendo poco a poco. Continúa diciendo que todas las aves, al nacer, sacan los pies, al contrario que el resto de los animales.
Plinio hace referencia a Cornelio Celso (14-37 d.C.), (autor de una enciclopedia en tiempos de Tiberio, que abarcaba agricultura, medicina, ciencia militar, retórica, filosofía y jurisprudencia, de la que sólo ha llegado hasta nosotros la parte dedicada a la medicina) donde pone en duda que de un huevo de dos yemas puedan salir dos pollos, para después continuar con las técnicas de incubación, las cuales no pienso transcribir para no hacer demasiado pesado este estudio. Si quiero recalcar ciertas curiosidades que por extrañas pueden ser interesantes leer, entre ellas las siguientes: “Si durante la incubación truena, los huevos se echan a perder; también se malogran si se escucha el grito de un halcón. El remedio contra el trueno es un clavo de hierro, colocado bajo la paja del nido, o tierra desprendida de un arado”, en realidad había descubierto una toma de tierra que evitaba la electrificación del huevo.
Otra curiosidad es la de descubrir que los agentes anaerobios que actúan en la basura, la cual puede llegar a la combustión espontánea, era buena para incubar huevos cuando cuenta: “Por otra parte, algunos huevos se abren espontáneamente sin incubación, como en los estercoleros de Egipto. Es conocida en Siracusa la expresión de un bebedor que solía decir que seguiría bebiendo hasta que nazcan pollos de los huevos cubiertos de tierra”, historia referida anteriormente también por Aristóteles (384-322 a.C.).
Sobre el huevo, lo más curioso e interesante, por superchería popular, es lo que cuenta en su libro X, 154, ya que desconcierta tras haber leído todo lo anterior y que transcribo literalmente para recreo del que me lea: “Julia Augusta, en su juventud casada con Nerón y embarazada de Tiberio César, deseando vivamente parir un varón, recurrió a un conjuro usual entre muchachas: calentaba un huevo en su seno y cuando tenía que dejarlo se lo entregaba a un ama para que lo mantuviera en el suyo, a fin de que no perdiera calor; y, según dicen, no realizó el conjuro en vano (ya que nació un pollo macho, como fue su hijo). De ahí, tal vez, se ha derivado el reciente hallazgo de mantener los huevos calientes en un lugar abrigado entre paja, con un calor moderado; un hombre les da la vuelta y salen todos a la vez y en el día previsto”.
Siguiendo con el huevo, y haciendo un salto en el tiempo, encontré unas recomendaciones de Casiano Baso (siglo V d.C.), el cual, a su vez, copia a Sexto Julio Africano (180-240 d.C.) y que en su libro XIV, capítulo 10 nos da a conocer el modo de decorar huevos de la siguiente forma: “Machaca agallas de roble y alumbre con vinagre hasta que adquiera consistencia de tinta y pinta con ello lo que quieras en el huevo, y cuando se seque al sol el dibujo sumerge el huevo en salmuera fuerte, cociéndolo una vez que se haya secado, y al quitarle la cáscara encontrarás el dibujo”, la razón de lo que cuenta se basa en que el vinagre ablanda la cáscara por su contenido en cal, de hecho hay un truco muy conocido de introducir un huevo dentro de una botella si antes lo hemos tenido dentro de vinagre. Por otra parte, y comentando lo que nos cuenta, las agallas de roble y el alumbre hacen de colorante por lo que en un principio podría parecernos un truco de magia está totalmente razonado y es realizable.
Continúa con ‘su truco de magia’ diciendo: “Si recubres con cera el huevo, pintando sobre ella hasta que los dibujos dejen ver la cáscara, luego lo dejas en remojo en vinagre por la noche y al día siguiente retiras la cera, encontrarás la impresión de los dibujos, visible por efecto del vinagre”.
Para terminar con Casiano Baso y los huevos, hablaremos más delante de las gallinas, hay otra recomendación, esta vez recogida de Leontino, autor poco conocido que vivió posiblemente en el siglo III a.C., referente a la forma en que las gallinas pongan huevos grandes y sobre todo la conservación de estos: “Harás que pongan huevos grandes si mezclas conchas de Laconia trituradas con salvado, lo amasas con vino y se lo echas a las gallinas, o bien mezclando un oxíbafo de conchas trituradas con dos quénices de salvado y dándoselo a comer”, en realidad lo que dice es que se les deben de dar alimentos muy ricos en cal para que formen una cáscara fuerte. Más adelante comenta: “Algunos, queriendo que pongan huevos grandes, disuelven almagre y se lo mezclan con la comida”, para continuar con lo siguiente: “Los huevos no resultarán fallidos si cueces al horno una clara de huevo, pulverizas la misma cantidad de pasas comestibles tostadas y se lo echas antes de otro alimento”. Sobre los antiparasitarios comenta lo siguiente: “Algunos limpian los cuartitos, los nidos y las propias gallinas con azufre, betún y antorchas de pino laricio, pero también introducen una lámina de hierro o cabezas de clavos y ramitas de laurel en los nidos, pues parecen ser un antídoto contra los malos presagios”, ya hemos leído algo parecido anteriormente sobre el laurel y los clavos de hierro, aunque en este pasaje no explica, o no sabe, la utilidad de ellos. Continúa revelando el modo de conservar los huevos de la siguiente forma: “En invierno conservarás los huevos en paja, y en verano en salvado; otros sumergen los huevos en agua, los recubren de sal fina y así los mantienen. Algunos los bañan en salmuera tibia durante tres o cuatro horas, sacándolos luego y guardándolos en salvado o paja; no obstante, de los que se pongan en salmuera o en sal, algo mana al exterior”, Columela (siglo I d.C.), del que hablaré más adelante, aclara que perdían calidad. Termina Baso con una recomendación, que aún hoy se sigue, para saber si un huevo es fresco: “Distinguirás el huevo lleno del que no lo está echándolo en agua, pues el huero flota, mientras que el lleno se irá abajo”.
Seguimos con los romanos y las gallinas
Continuando con Plinio y su obra ‘Historia natural’ encontramos en su libro VIII, 155 una narración que es como sigue: “Se cita con frecuencia la habilidad de un pollero que podía decir de qué gallina procedía cada huevo. Se cuenta que a la muerte de una gallina se vio que sus machos ocupaban su puesto por turno y hacer todas las funciones propias de la madre y abstenerse de cantar. Por encima de todo destaca el asombro inicial de una gallina que, habiendo incubado y hecho eclosionar huevos de pato, en un primer momento, no reconocía su pollada, luego, vinieron sus inseguros hipidos cuando los llamaba con solicitud; por último, los lamentos junto al estanque cuando los polluelos se sumergían guiados por su instinto”.
¿Eran las gallinas como las aspirinas?
De Plinio sólo resta hacer referencia a la utilidad que le daba a la gallina en el ámbito religioso y sobre todo el medicinal porque se pasa de una observación científica, como hasta ahora hemos comprobado, a otra que raya en lo mágico o supersticioso, como cuando indica el tipo de gallina que era la idónea para los sacrificios religiosos, ya que no se consideraban puras aquellas que tenían el pico y las patas amarillas; para los ritos místicos las negras. Así mismo anotar una serie de curiosidades que casi hoy pueden causar risa, pero que debían ser seguidas en aquel tiempo con rigurosidad, como la que recomienda colocar un trocito de piel de zorro al cuello de la gallina cuando fuera montada por el gallo o darle de comer hígado seco de zorro, de esta forma asegura que no serán atacadas por éste animal. Otra de las ‘excentricidades’ o creencias antiguas, según Plinio, era la de mezclar la clara del huevo de la gallina con cal viva, consiguiendo con ella un pegamento para el vidrio y también utilizar la clara a modo de barniz sobre la madera porque, según dice, la hace resistente al fuego, la sangre de la menstruación de la mujer tenía los mismos efectos ignífugos. En medicina recomienda dar de comer a la gallina chinches: “animal repulsivo y desagradable incluso de nombrar, se menciona su virtud contra las mordeduras de las serpientes, sobre todo de los áspides, e igualmente contra todo tipo de venenos, y la prueba sería, según dicen, que las gallinas el día que las han comido no son victimas del áspid, y que su carne es muy beneficiosa para los que han sufrido una mordedura”, recomendación que también da Dioscórides (40-90 d.C.). Siguiendo con el poder de éste ave contra los venenos encontramos en su libro XXIX, 78 lo siguiente: “Con la carne de pollo, aplicada mientras está tibia recién arrancada, se contrarrestan los venenos de las serpientes (2), y también con el cerebro bebido en vino. Los partos (pueblo que habitaba en el actual Irán) prefieren aplicar en las heridas cerebro de gallina. También su caldo bebido es un remedio muy notable para esto, y asombroso en otros muchos casos. Las panteras y los leones no se acercan a los que se han untado con caldo, sobre todo si en él se ha cocido también un ajo”.
Continúa sus recomendaciones médicas basadas en la gallina y el pollo con lo siguiente: “El caldo de pollo afloja el vientre, con mayor eficacia si es de un gallo viejo. Es bueno también contra la fiebre pertinaz, los miembros torpes y temblorosos, las enfermedades de las articulaciones y los dolores de cabeza; contra la epífora (lagrimeo copioso y persistente), la flatulencia, la inapetencia, el tenesmo incipiente (ganas frecuentes e infructuosas de evacuar), para el hígado, los riñones, la vejiga, contra las indigestiones y el asma”. La preparación en la cocina de estos preparados también los acompaña, siendo su receta, por asquerosa que hoy nos pueda parecer, la siguiente: “Es muy eficaz cocerlo con col marina (posiblemente se refiera al ‘Mercurialis annua L.’), salazón de atún, alcaparras, apio o mercurial, polipodio (un tipo de helecho marino) o eneldo. Pero lo más útil es cocerlo en tres congrios de agua hasta que se reduzca a tres heminas con las hierbas antes mencionadas y administrarlo una vez que se ha enfriado a la intemperie, mejor después de haber vomitado. No dejaré de lado un hecho prodigioso, aunque no concierne a la medicina: si se mezclan trozos de gallina con oro líquido, lo absorben; hasta tal punto esta carne es un veneno para el otro. Y los gallos no cantan si se les pone alrededor del pescuezo un collar de virutas de oro”.
Haciendo un inciso y continuando con la interrelación entre los alimentos y la medicina es digno de comentar a Galeno en su libro ‘De alimentorum facultatibus’ donde aconseja, independientemente de ubres de cerda en periodo de lactancia, el hígado de animales alimentados con higos o, lo que es mejor, testículos de gallos cebados con leche.
No se conforma Plinio con la farmacopea a base de pollo, también se adentra en los males de ojo y los hechizos, en este caso concreto el hecho a base de comadreja silvestre, cuyo antídoto, según dice, es el caldo de gallo viejo bebido en abundancia; “en particular contra los venenos derivados del acónito (planta ranunculácea de hojas palmeadas y flores azules y amarillas) conviene añadir un poco de sal”. De igual forma da la siguiente fórmula como remedio contra la ingesta de setas venenosas o el sofoco y la flatulencia, el cual consiste en cocer estiércol de gallina, siempre que sea blanco, con hisopo (una planta aromática, posiblemente una especie de orégano o de ajedrea) o vino con miel.
El remedio contra la calvicie, milagro que siempre buscaron los hombres ya mayores y no tanto, yo entre ellos, lo soluciona aplicando ceniza de pieles de serpiente o, ahí está lo mejor, embadurnando la calva con estiércol fresco de gallina, así, querido lector, si alguna vez se le caga un pajarito, y le cae en la cabeza, continúe su camino feliz sin limpiarlo pensando que en ese lugar no se le caerá el pelo y, aunque la gente lo mire con extrañeza, incluso con risas más o menos disimuladas, aplíquese el dicho castellano de ‘ande yo caliente y ríase la gente’.
La medicina debe su triunfo gracias a la cantidad de muertos que fue, y sigue, dejando en su camino; esta frase que me pertenece viene a cuento a lo que Plinio dejó escrito en su libro XXIX, 124, donde dice textualmente: “Alaban también la hiel de gallina y en especial su grasa contra las pústulas que se forman en la pupila, aunque por supuesto no crían las gallinas con este fin (por la ironía con que lo dice parece ser que ni el mismo se lo cree)”. Esta recomendación me recuerda mis veranos en un pueblecito de Badajoz llamado El Helechal, a comienzo de los años 50 del pasado siglo, donde solíamos veranear y vivían los asistentes de mi padre en la Guerra Civil y donde la abuela de la familia seguía a las gallinas para coger los huevos recién puestos para pasármelos, aún calientes, por los ojos porque decía que era muy bueno para tener una magnífica visión; no creo en semejante superchería, pero la verdad es que siempre gocé de una vista envidiable.