Sobre el debate científico, médico, ambiental y económico del consumo de carne

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La carne parece instalada en el ojo de un huracán consumista que amenaza con llevarse por delante la salud de mucha gente y del planeta mismo. Comer carne se asocia con un mayor riesgo de cáncer y con un deterioro de los recursos naturales. Estos dos mensajes, con su cortejo de exageraciones y controversias, van y vienen en boca de expertos y profanos, y tienden a arreciar con la aparición de sucesivos informes, estudios y recomendaciones.

La FAO ya documentó en 2006, en su publicación Livestock’s Long Shadow, el grave problema ambiental que representa la ganadería, mientras la OMS advirtió en 2015 que la carne procesada es cancerígena y que la carne roja probablemente lo es. Sabemos que la salud de las personas, los animales y el medio ambiente están íntimamente relacionadas, como plantea la iniciativa One Health, pero ¿pesan igual los argumentos médicos y los ambientales para reducir el consumo de carne?

La reciente publicación en los Annals of Internal Medicine de cuatro revisiones sistemáticas sobre los efectos del consumo de carne en la salud ha restado importancia a los argumentos médicos para reducir este consumo. En los ensayos clínicos revisados no se ha encontrado una asociación importante entre el consumo de carne y el riesgo de enfermedades cardiovasculares, diabetes o cáncer; y en los estudios observacionales, se ha encontrado una reducción del riesgo muy pequeña en quienes tomaron tres porciones menos de carne a la semana y, además, con un grado de certeza muy bajo. Al analizar en otra revisión sistemática los valores y preferencias de las personas, se constató que la gente come carne porque le gusta, cree que forma parte de una dieta saludable y es reacia a cambiar de hábitos.

Lo que estas revisiones sistemáticas vienen a subrayar es que la ciencia, hoy por hoy, no es capaz de aclarar con suficiente certeza si la carne es o no cancerígena.

Con estos datos, los autores del consorcio NutriRECS han elaborado unas recomendaciones que sugieren que los adultos pueden seguir comiendo carne roja y procesada en sus niveles actuales con poco o ningún efecto sobre la salud. Esta nueva guía ha creado una cierta polémica, ya que entra en contradicción con otras guías que recomiendan reducir el consumo y porque, aunque el beneficio de esta reducción sea pequeño a nivel individual, es considerable en términos de población. Pero, al margen de estas consideraciones, lo que estas revisiones sistemáticas vienen a subrayar es que la ciencia, hoy por hoy, no es capaz de aclarar con suficiente certeza si la carne es o no cancerígena y en qué medida lo es.

En este contexto científico, las previsiones de la FAO indican que el consumo de carne, lejos de reducirse, aumentará un 70% hasta 2050. Este crecimiento, del 1,9% de media anual, es dos veces mayor que el de la población y se explica por razones de urbanización y aumento de riqueza. Así, mientras en Occidente se estima que el consumo de carne disminuirá ligeramente (en EE UU, se reducirá de 69,3 a 68,7 kilos por habitante y año entre 2018 y 2030), en China parece que el aumento está tocando techo, tras pasar de 4 a 62 kilos por persona y año entre 1961 y 2013, según un informe de The Economist con datos de la FAO.

En este país asiático, la carne aporta ya el 22% de las calorías de la dieta, no muy lejos del 24% de media en los países ricos, mientras que en África representa solo el 7% y es donde se prevé un mayor aumento, en consonancia con las previsiones de crecimiento de la población y la economía. Este cambio dietético que se avecina representa una oportunidad de desarrollo y un grave problema para la sostenibilidad. Nuestro carnívoro apetito quizá no sea una gran amenaza para la salud, pero amenaza con devorar el planeta.

Gonzalo Casino es licenciado y doctor en Medicina. Trabaja como investigador y profesor de periodismo científico en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

Referencia: http://bit.ly/2XAiOJu